La turbulencia en México
Enrique Maza
Proceso
México no está viviendo una época fácil: transformaciones y lucha de clases que tendrán consecuencias largas y profundas de reacomodos políticos, de alteraciones económicas y sociales, de conflictos entre poderes y entre privilegios viejos y nuevos, de cambios de valores e, inclusive, de evoluciones en la cultura y en la civilización misma. La violencia en Atenco, en Oaxaca y en Tabasco son expresiones de lo mismo, igual que la violencia electoral que hemos padecido, sucia y fuerte, en su dimensión nacional y estatal.
No se puede reducir el poder a la capacidad de avasallar, matar, destruir o robar. Como no se pueden reducir las elecciones a los fraudes, a las golpizas y a las hipocresías legales. El principio de racionalidad vale para todos. La idea central es una sociedad libre, cuyos miembros deben vivir libres de la necesidad y de la angustia. Pero ahora se empeñan en enseñarnos que sin crueldad no hay fiesta.
Sólo un poder moralmente degenerado se aferra a un pasado que cuaja en desprecio, en fraude y en represalia. Quieren restablecer un hipotético equilibrio a partir de una moral farisaica que no vaya más allá de la polémica política. Y que los agravios sobrevivan en las víctimas, pero sin alzamientos. Para eso está la represión. Sólo que al pueblo de México no le interesa una justicia sólo hipotética que no asuma la condición objetiva y subjetiva de las víctimas.
Resultan tan desagradables los que irradian reconciliación y perdón desde el pedestal de la injusticia sobre el mar –ya es un mar– del sufrimiento humano causado por ellos mismos, que quienes hablan de compasión por un pueblo al que han despreciado por siglos y han degradado en su condición humana. Para los de arriba, el dinero es un buen sucedáneo de la patria. En los tiempos que corren, el hombre no es nada sin capital. La patria es la Bolsa de Valores, las trasnacionales, los medios de comunicación, sobre todo electrónicos. Quedó claro que este es un gobierno de empresarios y para los empresarios.
Las relaciones de los poderosos –ricos y políticos– con el pueblo son relaciones de poder, no de derecho. El poder prevalece y la ley legitima lo que prevalece. El dinero quiere imponer su visión de mundo y de patria, la primacía de sus intereses y de sus valores, al resto de la población; y usa el poder y la fuerza cuando no lo consigue. Convencido de la supervivencia del más apto, no regatea su desdén hacia todos los que han quedado a la orilla del camino, y hace pedazos la necesidad y la seguridad de las gentes para quienes la normalidad se ha convertido en emergencia.
Ahí encajan, por ejemplo, las negaciones, las diatribas y las campañas de odio que le son esenciales a la política ultraderechista del PAN y que dependen, contradictoriamente, de que persista aquello que condenan y rechazan, porque de otro modo se quedan sin enemigo y sin lenguaje.
El PAN, como partido en el gobierno, no tiene una genuina autoconciencia política. La perdió. Su objetivo –por lo menos el objetivo público– es erradicar el pasado, para implantar un futuro clasista y rapaz. Es notable su esfuerzo para conjugar su religiosidad meramente ritualista, vaciada de todo contenido evangélico, humano y fraterno, con un neoliberalismo desacralizante que mercantiliza todo, que produce una asfixia creciente y que crea, en consecuencia, una política cultural contradictoria. Al mismo tiempo, por implicación necesaria, pretende erigir una contrarrevolución cultural conservadora que abarca desde lo estético hasta la defensa a ultranza de la familia, de una ética sexual tapiada y de una religiosidad medieval, pero sin mencionar siquiera una ética económica, ni una ética ante las víctimas de la ratería del dinero y de la injusticia social. Y esto implica, por necesidad, el ejercicio del poder represivo –Atenco, Oaxaca, Tabasco, campañas de odio–, si no funcionan la intimidación intelectual de la izquierda y el silenciamiento de su cultura, clasificada olímpicamente como terrorismo, para copiar a Estados Unidos hasta en eso.
No faltan moralinas que intentan imponer juicios últimos sobre la situación de México y hasta se permiten el lujo lastimero de los juicios moralizantes absolutos, como los que nos están recetando a propósito de los movimientos populares que se resisten a la cultura comercial, a la santurronería del dinero y a la moralización bobalicona de la política sucia, ni los simplismos conceptuales con los que quieren lograr la asimilación del pueblo. Y dicen que intentan diálogos y acciones sociales y supuestamente conciliadoras que el pueblo no acepta.
Eso es lo que está pasando de manera clara en Oaxaca y con los diálogos de conciliación, sobre todo cuando se tiende la mano por arriba y se patea por debajo y a mansalva. El gobierno se regala en bandeja una buena conciencia mientras deja que sigan corriendo la injusticia y la arbitrariedad, mientras el pueblo sigue tejiendo su historia de luchas y de pruebas, de injusticias y de burlas. Si apreciamos la distancia entre lo que este gobierno ha dicho, lo que ha hecho y lo que queda por hacer en favor de la mayoría pobre y desheredada de este país, nos daremos cuenta del fracaso de la economía neoliberal que el gobierno panista de Calderón está decidido a continuar. En consecuencia, seguirán las luchas y también los sufrimientos, si no las represiones, del pueblo, no pobre, sino descaradamente empobrecido.
Proceso
México no está viviendo una época fácil: transformaciones y lucha de clases que tendrán consecuencias largas y profundas de reacomodos políticos, de alteraciones económicas y sociales, de conflictos entre poderes y entre privilegios viejos y nuevos, de cambios de valores e, inclusive, de evoluciones en la cultura y en la civilización misma. La violencia en Atenco, en Oaxaca y en Tabasco son expresiones de lo mismo, igual que la violencia electoral que hemos padecido, sucia y fuerte, en su dimensión nacional y estatal.
No se puede reducir el poder a la capacidad de avasallar, matar, destruir o robar. Como no se pueden reducir las elecciones a los fraudes, a las golpizas y a las hipocresías legales. El principio de racionalidad vale para todos. La idea central es una sociedad libre, cuyos miembros deben vivir libres de la necesidad y de la angustia. Pero ahora se empeñan en enseñarnos que sin crueldad no hay fiesta.
Sólo un poder moralmente degenerado se aferra a un pasado que cuaja en desprecio, en fraude y en represalia. Quieren restablecer un hipotético equilibrio a partir de una moral farisaica que no vaya más allá de la polémica política. Y que los agravios sobrevivan en las víctimas, pero sin alzamientos. Para eso está la represión. Sólo que al pueblo de México no le interesa una justicia sólo hipotética que no asuma la condición objetiva y subjetiva de las víctimas.
Resultan tan desagradables los que irradian reconciliación y perdón desde el pedestal de la injusticia sobre el mar –ya es un mar– del sufrimiento humano causado por ellos mismos, que quienes hablan de compasión por un pueblo al que han despreciado por siglos y han degradado en su condición humana. Para los de arriba, el dinero es un buen sucedáneo de la patria. En los tiempos que corren, el hombre no es nada sin capital. La patria es la Bolsa de Valores, las trasnacionales, los medios de comunicación, sobre todo electrónicos. Quedó claro que este es un gobierno de empresarios y para los empresarios.
Las relaciones de los poderosos –ricos y políticos– con el pueblo son relaciones de poder, no de derecho. El poder prevalece y la ley legitima lo que prevalece. El dinero quiere imponer su visión de mundo y de patria, la primacía de sus intereses y de sus valores, al resto de la población; y usa el poder y la fuerza cuando no lo consigue. Convencido de la supervivencia del más apto, no regatea su desdén hacia todos los que han quedado a la orilla del camino, y hace pedazos la necesidad y la seguridad de las gentes para quienes la normalidad se ha convertido en emergencia.
Ahí encajan, por ejemplo, las negaciones, las diatribas y las campañas de odio que le son esenciales a la política ultraderechista del PAN y que dependen, contradictoriamente, de que persista aquello que condenan y rechazan, porque de otro modo se quedan sin enemigo y sin lenguaje.
El PAN, como partido en el gobierno, no tiene una genuina autoconciencia política. La perdió. Su objetivo –por lo menos el objetivo público– es erradicar el pasado, para implantar un futuro clasista y rapaz. Es notable su esfuerzo para conjugar su religiosidad meramente ritualista, vaciada de todo contenido evangélico, humano y fraterno, con un neoliberalismo desacralizante que mercantiliza todo, que produce una asfixia creciente y que crea, en consecuencia, una política cultural contradictoria. Al mismo tiempo, por implicación necesaria, pretende erigir una contrarrevolución cultural conservadora que abarca desde lo estético hasta la defensa a ultranza de la familia, de una ética sexual tapiada y de una religiosidad medieval, pero sin mencionar siquiera una ética económica, ni una ética ante las víctimas de la ratería del dinero y de la injusticia social. Y esto implica, por necesidad, el ejercicio del poder represivo –Atenco, Oaxaca, Tabasco, campañas de odio–, si no funcionan la intimidación intelectual de la izquierda y el silenciamiento de su cultura, clasificada olímpicamente como terrorismo, para copiar a Estados Unidos hasta en eso.
No faltan moralinas que intentan imponer juicios últimos sobre la situación de México y hasta se permiten el lujo lastimero de los juicios moralizantes absolutos, como los que nos están recetando a propósito de los movimientos populares que se resisten a la cultura comercial, a la santurronería del dinero y a la moralización bobalicona de la política sucia, ni los simplismos conceptuales con los que quieren lograr la asimilación del pueblo. Y dicen que intentan diálogos y acciones sociales y supuestamente conciliadoras que el pueblo no acepta.
Eso es lo que está pasando de manera clara en Oaxaca y con los diálogos de conciliación, sobre todo cuando se tiende la mano por arriba y se patea por debajo y a mansalva. El gobierno se regala en bandeja una buena conciencia mientras deja que sigan corriendo la injusticia y la arbitrariedad, mientras el pueblo sigue tejiendo su historia de luchas y de pruebas, de injusticias y de burlas. Si apreciamos la distancia entre lo que este gobierno ha dicho, lo que ha hecho y lo que queda por hacer en favor de la mayoría pobre y desheredada de este país, nos daremos cuenta del fracaso de la economía neoliberal que el gobierno panista de Calderón está decidido a continuar. En consecuencia, seguirán las luchas y también los sufrimientos, si no las represiones, del pueblo, no pobre, sino descaradamente empobrecido.
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