sábado, octubre 14, 2006


ESTADOS UNIDOS-MÉXICO: Siempre ha existido un muro
Lorenzo Meyer
La Opinión

‘Para manejar la contradicción histórica entre México y Estados Unidos, hay que empezar por aceptar su existencia, y luego hacer del control de sus múltiples manifestaciones la empresa común de los dos países y la razón de ser de su política bilateral’.

El muro ha estado ahí, desde el principio, lo único que ha cambiado es su forma.

Mucho se ha dicho ya en torno a la propuesta HR4437, formulada por la Cámara de Representantes de Estados Unidos para “criminalizar” la inmigración indocumentada (11 millones, de los cuales siete podrían ser mexicanos), perseguir a quien les dé empleo y construir un “muro inteligente” (doble valla con sensores) a lo largo de un tercio de la frontera mexicano-americana. Sea cual fuere el destino final de esta idea del congresista James Sensenbrenner (obviamente, un republicano), nos ha obligado a volver a poner en blanco y negro las diferencias y contradicciones de intereses entre México y su vecino del norte.

Desde que en 1927 el presidente mexicano y el embajador norteamericano llegaron a un acuerdo informal, pero sustantivo —el Acuerdo Calles-Morrow--, el discurso oficial en los dos países sobre su mutua relación ha estado dominado por referencias a valores positivos de “buena vecindad” y ha mantenido en segundo plano lo decisivo: la disparidad de poder y el conflicto histórico de intereses. No debemos seguir confundiendo discurso con realidad, urge un análisis riguroso que examine con realismo la verdadera naturaleza de los nexos entre las sociedades al norte y sur del Río Bravo y diseñe una política para administrar una relación que ninguna puede evitar.

LA CUADRATURA DEL CÍRCULO. Para administrar, que no resolver, el viejo y permanente problema entre el gobierno central de España y las autonomías regionales, el profesor Antón Cuadras propone hacer de la aceptación de un conflicto de fondo entre los intereses de ambas partes, el pegamento que mantenga la unidad política de una España desde siempre plural (El País, 19 de diciembre). Para conducir nuestra política con Estados Unidos conviene seguir esta fórmula y hacer de la aceptación del conflicto ineludible y de su transformación en empresa común, la esencia de la relación México-Estados Unidos.

En realidad, desde que se perdió la guerra con Estados Unidos en 1847 no habido otra manera efectiva de proceder con nuestra problemática vecindad. Los momentos en que el interés mexicano ha sido mejor servido han sido aquellos en los que se actúa a sabiendas de que, si bien la diferencia de intereses en una arena puede ser insalvable, se puede construir otra, paralela, donde México y la gran potencia puedan coincidir. Uno de los mejores ejemplos de esta política se encuentra en el cardenismo (1934-1940). Por un lado, se nacionalizó el petróleo y se expropiaron las propiedades agrícolas extranjeras pero, en el primer caso, se afectó más a británicos que a estadounidenses y se aceptó pagar por lo tomado. Por el otro, se apoyó decididamente a Washington en su conflicto con Alemania y Japón, pese a que la opinión pública mexicana tenía muy pocas simpatías por tal causa.

Cada “gran política” mexicana relacionada con el poderosísimo vecino, debe detectar puntualmente los factores de choque, pero igualmente debe encontrar cómo negociar la contradicción ofreciendo a Washington hacer —o dejar de hacer— algo que le interese. Claro, lo ofrecido debe cumplirse y cargar con los costos.

‘THE WHOLE ENCHILADA’. En vísperas del ataque de septiembre de 2001 a Nueva York y Washington por fundamentalistas islámicos, el presidente Vicente Fox llevó a cabo su primera visita de Estado a la Casa Blanca. Ahí, lleno de confianza, seguro de su legitimidad democrática y sin sopesar bien la naturaleza de su propuesta, declaró: “Debemos y podemos llegar a un acuerdo migratorio antes de que finalice este año, que nos permita que antes de que terminen nuestros mandatos no haya para entonces mexicanos indocumentados en Estados Unidos, y que aquellos mexicanos que ingresen a este gran país lo hagan con papeles”. Esta fue la esencia de una política que el entonces canciller, Jorge Castañeda, bautizó como “The whole enchilada”. Según los ingenuamente confiados líderes mexicanos, en menos de cuatro meses se debería lograr aquello que no se había alcanzado desde que en 1964 se dejó expirar, por falta de interés norteamericano, el Programa Bracero. Se creyó que Washington aceptaría hacer efectivo el supuesto “bono democrático” de Fox, pero no fue el caso.

En aquel 5 de septiembre, los funcionarios norteamericanos no recibieron bien la inesperada propuesta mexicana, aunque no se atrevieron a rechazarla abiertamente. Sin embargo, tras el 11 de septiembre, las prioridades cambiaron abruptamente para Estados Unidos y el resto del mundo. México no encontró entonces ninguna fórmula para hacer que la presidencia, el Congreso y la opinión pública norteamericanas, aceptaran negociar en los términos propuestos por un país que repentinamente había dejado de tener la prioridad que apenas unos días antes George W. Bush le había asignado al considerarlo su “relación externa más importante”.

Es posible que ni siquiera un apoyo tan incondicional como el que Inglaterra, España o El Salvador dieron a la decisión norteamericana de invadir Irak —y que incluía apoyar la posición de Washington en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre las inexistentes armas de exterminio masivo en ese país, a la vez que enviar tropas para sostener la ocupación— le hubiera dado viabilidad a la propuesta de México. Los grandes movimientos en política externa son un juego entre actores con intereses encontrados y siempre hay que pensarlos como tales.

LO OBJETIVO Y LO SUBJETIVO. La movilidad internacional de la mano de obra, y la brutalidad que le acompaña, es un hecho objetivo. En un país como China, esa movilidad es interna: los campesinos pobres se desplazan a las ciudades como una ola de de un par de centenas de millones de trabajadores temporales. Originalmente, Beijing obstaculizó esta migración, pero finalmente se rindió ante lo imposible y hoy le alienta como una clave de su éxito económico. En economías tan dinámicas como las de Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong o Singapur, se ha tenido que aceptar a trabajadores chinos, tailandeses, filipinos o indios. La prosperidad de Singapur —país de cuatro millones— no se entendería sin los 600 mil trabajadores extranjeros mal pagados que recibe.

El capitalismo global, en su brutal competencia, requiere una mano de obra global, especialmente para los trabajos más duros y menos remunerados, aunque también para migrantes de alta calificación como los centenares de ingenieros asiáticos bien pagados en California. Sin embargo, el medio cultural es menos flexible que el mercado. En los países asiáticos prósperos, simplemente no se permite a los proletarios extranjeros integrarse a la sociedad en la que trabajan y las prestaciones que se les ofrecen son mínimas o nulas, al punto que las condiciones en que laboran ya constituyen un “escándalo” mundial (Newsweek, diciembre, 12, 2005).

Pues bien, lo mismo que les sucede a los albañiles de India en Singapur, les sucede a los mexicanos y centroamericanos indocumentados en Estados Unidos. La economía de ese país les necesita y por ello ha creado una subclase de 11 millones de personas. Sin embargo, la sociedad huésped se resiste a reconocer sus diversas contribuciones, en particular la parte que no está directamente involucrada con la explotación de quienes cosechan en California, trabajan como albañiles en Texas o lavan pisos en Manhattan. Este sector quiere deshacerse de esos pobres que no hablan inglés, que tienen otro color de piel, que entraron “sin papeles” y que viven como marginados permanentes.

Estados Unidos sí puede, si quiere, construir un muro impenetrable —Israel lo hizo— pero realmente no podrá mantenerse como centro de la economía global sin reconocer lo que China ya ha reconocido: que una las necesidades de la economía competitiva es la migración masiva de trabajadores pobres para ocupar los empleos menos remunerados en las zonas ricas.

EN SUMA. México tiene y vive hoy contradicciones y coincidencia de intereses con su vecino del norte como las que tradicionalmente ha tenido el proletariado con el capital. Partiendo de reconocer este hecho, la tarea es transformar “el conflicto en pegamento”, para que la vecindad no se vuelva a convertir en rencor o tragedia. El cardenismo nos ofrece la clave: reconocer tanto la diferencia de intereses como la necesidad de administrarlos. Hay que negociar, dar algo a cambio de algo, sostener el acuerdo mientras sea viable… y luego volver a negociar.

El muro cultural, económico y político que divide a México de Estados Unidos esta ahí desde el origen de ambas naciones. Nada permite pensar que va a desaparecer, pero puede cambiar. Hay que aprender a vivir con él hasta hacerle parte de una construcción mayor: la de nuestra propia casa.